viernes, 27 de abril de 2012

Ardiendo en el destino de su nombre


Por: TOMÁS PAREDES
Presidente Asociación Madrileña de Críticos de Arte.
2007 – Madrid, España







                Es momento de desvelar algunas realidades de América Latina, sobre su arte y su esencia, al tiempo de intentar desterrar algunos tópicos y paralogismos, que sobre ese conjunto continental tenemos, al menos desde España. Quiero aportar algunas ideas y pensamientos, al hilo de la presentación de la obra, su pintura, y de la vida de Orlando Arias, que es lo que motiva esta isagoge.
 
 
 
               ¡Estaño, cobre, plata, hombres!. No es nada fácil, dada su diversidad telúrica y étnica, su complejidad, la definición de Bolivia y lo boliviano: un heterogéneo conjunto de caracteres, de riquezas y pobrezas, de hambres y heridas, que dificulta una síntesis identitaria. Y eso alcanza al desarrollo de su arte y de su literatura. El escritor norteamericano Waldo Frank, dijo que era Bolivia: “El pedazo de tierra más rico del mundo pisado con los pies descalzados más pobres del mundo”, lo recuerda Blanca Luz Brum.




               ¿Con qué simbolizar un país riquísimo en mariposas, de las más bellas del mundo; en minerales y gases, en lenguas y seres autóctonos, en analfabetismo y en grandeza de espíritu, en descontento y esperanzas, en miseria y en ternura? Justamente, el primer poemario de Gonzalo Vásquez Méndez se titula “Alba de ternura”, Cochabamba 1957.




 
 
 
 
               Una literatura muy desconocida, aunque con sus hitos. Una serie de autores más preocupados en situarse en el mundo literario, en la orbita tradicional de la literatura, que en definir su paisaje y su paisanaje, con escasas excepciones, como puede ser el caso de Alcides Arguedas o Gonzalo Vásquez Méndez, que en su poema “Mi país”, trata de encontrar lo que le distingue y singulariza.
 
 
 
               Escritores y poetas, muy desoídos. Tanto, que en más de una Historia de la literatura se hablaba de un país secreto. Cuando apareció la traducción al francés de “Raza de Bronce” de Alcides Arguedas, escribió André Malraux:“Arguedas avais cru parler dans le désert. Voici que ce désert est peuplé de lecteurs et que se prépare, peutêtre,un avenir qu’il eût souhaité”. El hispanista Claude Couffon, en la introducción a la antología bilingüe,“Poésie bolivienne du XXe sècle”, Editions Patiño, Gèneve 1986, se encargaría de certificar que la predicción de Malraux no se cumplió, ¡helas!, y de matizar como “la indiferencia se obstina en envolver a las letras bolivianas”.




                Maguer esta realidad, hay nombres con prestigio y obras de interés que enriquecen la poesía como son las de Jaime Saenz, Yolanda Bedregal, Edmundo Camargo, Julio de la Vega, Gonzalo Vásquez, Roberto Echazú, Eduardo Mitre, Blanca Wiethüchter o Pedro Shimose, que vive entre nosotros desde hace varias décadas.







               Respecto de las artes plásticas tampoco varía la situación, pues no hay una gran corriente de autores, aunque haya nombres que han ganado prestigio internacional, como son los de María Luisa Pacheco, la escultora Marina Núñez del Prado, el cinético Rodolfo Ayoroa, Fernando Montes...


                El arte plástico estuvo dominado por la crítica social y el indigenismo, por la representación, como temas, durante décadas. Bolivia ha cambiado y más en los últimos años y también el arte ha variado. A aquellos grandes nombres del 52, ha sucedido otros con una distinta visión como Roberto Valcárcel, Gastón Ugalde, Efraín Ortuño, Tito Kuramoto o la naif Carmen Villazón. Parte de esa generación y la siguiente ha sido la de la diáspora, la que salió de su tierra para formarse y para poder vivir. Ahora, reina la generación más joven, la de la globalización, la que mantiene un tono expresivo igual, en todo el mundo, a base de materiales plásticos, de uso, efectos especiales y audiovisuales, muy distantes de la pintura a la que se menosprecia, como a la escultura.



                Orlando Arias Morales, Potosí 1954, con pocos meses su familia se traslada a Cochabamba, que es donde despierta al dibujo y a la pintura, que ejercerá de forma autodidacta. Comienza a exponer sus trabajos en Oruro, Santa Cruz, Cochabamba, La Paz, pero se traslada en 1986 a Ecuador donde residirá, exponiendo en distintas capitales, hasta su salida a Perú, estableciéndose, en 1988, en Colombia, Medellín, mostrando su obra en galerías colombianas, costarricenses, españolas y de EE.UU.







               A finales de 2003, es invitado a tomar parte de varios certámenes en Italia, exponiendo en Florencia. Desde allí, a Barcelona y después a Madrid, donde vive, desde 2004, trabajando en su taller de Ciempozuelos.


                A Orlando Arias hay que situarle en la generación de la diáspora, en la que se ve obligada a salir fuera del país por múltiples razones, económicas, sociales y culturales. Su obra multidireccional, arranca de una figuración indigenista, para pasar a un expresionismo, que deriva a un realismo de desnudos, con magníficos y rotundos dibujos. Luego vendrá un excelente momento dominado por el poscubismo, a continuación una estética de ecos surrealizantes, pintura metafísica, para desembocar en un esplendoroso realismo mágico, que no olvida la abstracción, que es donde se inscribe esta etapa reciente, que ahora presenta en Artecovi, bajo el rubro general de “Ciberandinos”.


            ¿Qué es Ciberandinos? Ante todo, una lección de pintura. Una respuesta a su generación y al momento; cuando más se anuncia la muerte de la pintura, más refulgente resulta en su obra. La conquista de un lenguaje, con ciertos ecos bienvenidos, como pueden ser los de Rufino Tamayo o Fernando de Zsyszlo, a quienes tanto admira.
 
 
 


               Una apuesta por la particularidad, pues esos ecos referidos, sólo son eso, y en nada se parece la obra final propia a la de los admirados. Un clamor de esplendor, tanto en la técnica como en el icono; de ética, de libertad, de andinismo, con su crítica implícita, contra la invasión del maquinismo y la tecnología excesivos, abusivos y excluyentes.



           “Ciberandinos” es una muestra de pintura, de gustosa y radiante pintura, un conjunto de lienzos, realizados entre 1995 y 2006, a espátula o pincel, pero muchas cosas más. Es una obsesión por el color, al que hace vibrar con una soltura y perfección puntillistas; un desafío de tonos y de gamas, luminosas, trabajadas, sajeladas, puras o desafiantes.

              “Ciberandinos” es un espejo donde se mira una de las formas plásticas de América Latina, en la actualidad. Una visión boliviana, sin recursos a la cultura de la queja, imbuida por la solidez de una pintura elegante y atractiva, hechicera, legible y que produce placer a los sentidos y excita el pensamiento.





                No hay arte sin pensamiento, no porque la plástica se convierta en filosofía, sino por la entidad plástica excita la facultad de pensar, lo sintetiza, lo compendia, lo provoca. Se trata de una pintura que comunica valores. Valores estéticos, éticos, originarios, de lenguaje, una actitud ante la vida y la respuesta que los asuntos primordiales del hombre requiere.

 
 
                ¿Qué es el lenguaje?. No es sólo el tema, la imagen, el icono, la técnica, lo que dice. el lenguaje es un poco de todo eso, pero por encima de todo, la sintaxis que permite la expresión particular. El lenguaje es determinante para conseguir un idiolecto, la materialización plástica de un mundo propio, un cosmos que identifica y justifica a su autor y lo redime..
 
 
 
                El lenguaje es el medio que permite llegar a decir lo que se quiere decir, con independencia de lo referencial, es el significante. El arte no tiene que significar nada, pero tiene que tener sentido, como la poesía. ¿Para que vale todo esto?. Para nada, defienden algunos, pero es cierto que el arte es imprescindible para el hombre. No es lo mismo mirar Bolivia, el altiplano, el mundo andino, a través de esta pintura, donde el espíritu ha dejado su voz profunda de fuego y terciopelo, que verlo mediante sucesos ordinarios y una cotidianeidad poco edificante.








               ¿Qué es “Ciberandinos”? La respuesta brillante y silenciosa a tópicos y fabulaciones. Lo que espera el personaje medio, o no tanto, del arte suramericano, boliviano en este caso, es que sea indigenistas, folclórico, chamanista, naif, surreal, decadente y reflejo de miseria. Y a toda esa parafernalia premeditada, Orlando Arias responde con esta cosecha de realismo mágico, trufado de hermosas sensaciones y querencias, que dan vida a una realidad sutil y germinal, donde surge otra visión boliviana, no exenta de un sempiterno rumor de hermosas mariposas, ni de la crítica a la destrucción de valores.




                En esta pintura, mucho mejor que en otras facetas del pintor, veo una orientación, el aillu más hondo de un hombre profundo, silente, pausado, adusto, que es Orlando Arias. En estas cromías y formas robóticas, están ínsitas los aguayos y las máscaras, la reverberación de aymaras y quechuas, los sones de un ritmo y una forma de entender el camino, dicho con elación, con solvencia, con desparpajo, con rotundidad. Se oyen aquí la queja de una quena, el sonido de los huankaras y la sonrisa de una imilla.


                Una pintura, con la belleza de la poesía de Oscar Cerruto, cuando identifica el Altiplano, ese sí, con versos de hielo y fuego. El poema “Mi país” de Gonzalo Vásquez Méndez, inicia así: “Este país tan solo en su agonía, / tan desnudo en su altura,/ tan sufrido en su sueño,/ doliéndole el pasado en cada herida./ Su nostalgia se pierde/ más allá de la piedra;/ su metal designado estuvo ya en la sangre,/ ardiendo en el destino de su nombre”.




 





              Así veo esta obra y la vida de Orlando Arias, “ardiendo en el destino de su nombre”, como fuego de mil colores en el destino de su vida, que se derrama como una llama en los manteles albos, para buscar el matiz, el tono, el murmullo de su tierra y de su gente, sin recurrir a manidas y obsoletas prédicas, a clichés en blanco y negro.



                Durante su estancia en Colombia, para el catálogo de una de sus muestras, escribió el poeta y crítico colombiano Federico Villegas Barrientos: “…deja la huella de su ansia estética y el dolor milenario de sus antepasados, ya que Arias afortunadamente tiene flechas en su sangre, como la mayoría de América, la cual dispara en su silencio, triste no amargo, contra el paisaje que un día le arrancaron a su raza”.
 


                Una vistosa pluma que incide en lo que menos dice hoy la pintura suramericana, que ha pasado a combatir una realidad donde se enfrentan la pobreza y la riqueza, sin piedad, a base de pensamiento, de nivel, de dimensión, de presencia que es lo que cualifica al hombre y lo que el hombre hace, como es el arte, con ambición de trascendencia. Como son estas pinturas de Orlando Arias.






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